LA RETÓRICA DEL ABORTO



Por Antonio Barnés. 

(El artículo que El País no quiso publicar)

Quien posee la palabra, posee el mundo. Quien domina la retórica, se impone. En el mundo de las ideas y de la política, los amos del discurso se colocan en cabeza. La historia puede estudiarse como el avance y el retroceso de las retóricas. Nietzsche, Marx y Freud, por ejemplo, han generado poderosas retóricas que han marcado el siglo XX. “¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”, ironizaba Stalin. Y, no obstante, la retórica de Juan Pablo II fue decisiva en el desmoronamiento de la URSS. La palabra es arma más eficaz que la fuerza física; por eso la violencia se esfuerza en construir retóricas que la justifiquen... 

Cuando hablo de retórica me refiero a un discurso elaborado con el fin de convencer, persuadir o emocionar; y los ejemplos que acabo de aducir corresponden a  retóricas fuertes, que interpretan aspectos relevantes de la vida humana, del desenvolvimiento del hombre en sociedad, de la construcción de la polis. No uso retórica en sentido peyorativo, sino como sinónimo de discurso: el argumentario de una idea o un proyecto.

Uno de los productos fundamentales de la retórica son las leyes: son elecciones, lecturas, disposiciones que verbalizan una determinada visión del mundo. En este artículo deseo centrarme someramente en la retórica del aborto. El estudio de la retórica del aborto es especialmente interesante, pues prueba cómo la palabra puede imponerse a los hechos. Porque el aborto, en efecto, soslaya: a) el sentido común, ya que todo el mundo entiende que si hubiera sido abortado, no estaría vivo ahora; b) la ciencia experimental, pues desde la invención del microscopio es observable que el embrión es un ser humano en formación con su código genético completo; no una gelatina más o menos informe.

En un primer análisis de esta retórica deseo examinar un artículo publicado en el diario El País por José Ezequiel Páez Conesa. Sin dilación reflexiono sobre alguno de sus textos.

Escribe el autor del artículo que el otrora ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón “cometería un grave error si suprimiera el sistema de aborto libre. El problema, de nuevo, es que actúa sobre la falsa creencia de que la cuestión relevante a resolver es cuándo es moralmente correcto que una mujer aborte y no cuándo está justificado que nosotros, el conjunto de la ciudadanía, la obliguemos a dar a luz”. Aquí mi crítica: el concepto de “obligar a dar a luz” es retórico, es decir, una construcción verbal cuya validación ha de confrontarse con los hechos. Se denomina “dar a luz” al final exitoso de un embarazo, proceso natural por el que, desde el momento de la fecundación, un niño o una niña ─hijo de sus  progenitores─ comienza a desarrollarse. Habida cuenta de que toda vida humana se inicia con el embarazo, es lógico que, si alguna legítima autoridad existe con voluntad de dar a cada uno “lo suyo” (definición clásica de justicia) tutele la vida humana, esto es, lo más suyo de cada cual, lo más mío de cada yo. Es biológicamente obvio que a partir del embarazo ya no hay una sola vida, la de la madre, sino dos, la de la madre y el hijo o hija (y la del padre, tan responsable como la madre de la criatura). El concepto de “obligar a dar a luz” atribuye al Estado un poder coercitivo que no detenta. Las leyes no obligan a “no matar al vecino”, sino que castigan a quien lo hace. En todo caso, la autoridad puede velar para que no se interrumpa artificialmente el proceso, es decir, con artefactos quirúrgicos, pero no obliga a nada, sencillamente porque el embarazo ─salvo el caso de violación con resultado de fecundación─ es libre. La voluntariedad está en la causa: el efecto es consecuencia de la causa. Cuando ese efecto es una vida humana, no se puede trivializar la causa, que es precisamente lo que ha hecho la llamada revolución sexual.  

Páez Conesa escribe más adelante: “Nuestra vida mental comienza, calculándolo prudentemente, a las 20 semanas de gestación. Hasta ese momento el feto es un organismo sin mente: sin apetencias, sin sensaciones e incluso sin dolor. A efectos de lo que realmente importa, no existe ningún vínculo entre un feto de menos de 20 semanas y la futura persona que llegará a ser”. Ese “no existe ningún vínculo” es una negación de la evidencia, dado que desde la fecundación hasta la muerte natural el individuo es el mismo: esté despierto o dormido, tenga uso de razón o no, padezca alzhéimer o posea una notable lucidez mental. Toda segmentación en la vida humana de cara a su eliminación es arbitraria: es disponer de la vida de otro. Cualquier persona humana ha sido un embrión de menos de 20 semanas, por lo que la conexión entre el ser humano autónomo y sano y aquel embrión es completa, sin solución de continuidad.

Las retóricas que niegan las evidencias fácticas ─no solo racionales, como las geométricas─ han de laborar con intensidad para convertir en más fuerte el argumento más débil. El recurso más sencillo suele ser imputar al contrario el propio defecto. Es lo que sucede en esta idea de Páez Conesa: “El debate sobre el aborto no surge de una discrepancia sobre hechos, sino sobre valores”. En efecto: el hecho es el desarrollo continuo de la vida humana. La valoración la ha llevado a cabo él mismo al cifrar en 20 semanas el antes y el después de la libre disposición sobre otro ser humano. 

Otro recurso retórico es presentar como concesión lo que es de estricta justicia: “No niego que como ciudadanos tenemos un interés legítimo en garantizar la existencia de futuros miembros de la comunidad. Este es un valor público que debe condicionar la regulación del aborto”. Pero el derecho a la vida no es una gracia que concede el Estado o la sociedad. Lejos quedaba de nuestra cultura el primitivo derecho de vida y de muerte del pater familias romano. 

El autor reconoce que en el embarazo hay dos vidas humanas distintas: “Tampoco niego los hechos biológicos básicos: el embrión o feto es un ser vivo distinto de la madre, miembro de nuestra especie, cuyo desarrollo hasta devenir un bebé puede trazarse sin solución de continuidad. Renegar de la biología es un disparate que nadie debería cometer a estas alturas de la discusión académica sobre el asunto”; pero sin embargo concluye que “el derecho al aborto no se basa en la libertad de disponer del cuerpo sino en la libertad de conciencia”. Pero, ¿por qué la propia conciencia puede decidir sobre la vida de otro? El hijo concebido, además, es hijo del padre y de la madre: de los dos.

Páez Conesa insiste en el carácter ideológico de la reforma que en su día afrontó  Gallardón (y que fue abortada por Rajoy): “El ministro toma partido en el debate filosófico y opta por basar las leyes de todos en lo [que], a su criterio, es la verdad”. Bien, respondo, pero su crítica no toma menos partido. Toda ella se fundamenta en conceptos filosóficos, no biológicos: valor, conciencia, libertad, política… 

Termino mi análisis con esta cita: “Solo mediante una legislación que incluya el aborto libre es posible proteger la libertad de conciencia de las mujeres. Y la creación de un sistema robusto de servicios y ayudas públicos es la forma legítima de proteger la vida humana prenatal y la libertad efectiva de ser madre”. Pero, padre y madre se es desde el momento en que se ha engendrado un hijo. Es, en ese momento, sobre todo, en el que hay que ejercer la libertad …y la responsabilidad.